14.9.11

Rabia

Rabia. Un perro incoloro mira al niño que juega a ser grande sobre su triciclo oxidado de grasa barata.

Rabia. Una mujer engañada mira las sabanas de su cama matrimonial, impregnadas con olor a traición de una puta desagradecida, antigua empleada de confianza.

Baba espumosa escurre por el hocico puro de virus, tan virgen de salud.

El brillo del revolver deslumbra a una araña quieta y expectante. Incluso la palomilla en la telaraña respira y ve que ella no es la presa ahora.

El niño hace sonar la campanilla del triciclo, el can sufre un orgasmo y se encamina suavemente al infante. Aun estremecido, mueve su cola y deja salir un sonido bajo y atenuado por la abundante baba.

El agua corre hacia la coladera. El cuarto de baño, estilo minimalista es testigo de un enésimo coito forzado, carnal, desastroso y carente de tacto. Los genitales rosados, pero el deseo intacto. El aromatizante que alguna vez compraron juntos, ahora escucha los roces de otra mujer.

Ladrido. Ojos abiertos. Colmillos. Zapatos azules. Furia en la carrera.

Siluetas en el cancel del baño. Vapor de agua y el secreto a voces. Cuatro de seis cámaras están ocupadas y la boca del revolver saborea hasta el ultimo instante de silencio en su interior.

Los zapatitos con agujetas desabrochadas aun en los pedales. Un alarido agudo envuelve la calle. El sol de primavera solo libera las sombras que no sienten y describen la escena. El triciclo cae de lado y un brazo es colmado de mordidas y jalones. La rabia corre por la sangre.

El revolver se levanta, ella con su mano libre y un suave movimiento abre una de las puertas del cancel. Penetración húmeda bajo el chorro de agua, una neblina decora el acto. Ellos sin percatarse, sin siquiera perder el deseo, sin dejar de disfrutar, fundiéndose en un brusco movimiento de sus caderas, llegan a un clímax, el punto antecesor a un orgasmo que nunca llegará.

La sombra del triciclo es todo menos eso. La campanilla yace doblada y herida a un lado del pequeño. El can ha cesado de morder y se recuesta; el brazo sigue en su hocico. Trescientos cuarenta y seis tirones son suficientes para llegar a su cometido inyectado artificialmente.

Él alza su cabeza, con los ojos cerrados, su ímpetu le dice que ya es momento de. Un dedo adornado con un bello anillo y una uña color carmín presiona suave, pero firme el gatillo plateado. La rabia corre por la sangre. Dos detonaciones anulan su eyaculación y lo hacen caer, apenas irreconocible sobre el mosaico importado. La otra a su vez, cae, ya que el irreconocible la sostenía de sus muslos y su culo besa también el mosaico. El revolver viaja de derecha a izquierda y ahora apunta a una mujer, que sentada en el fino y húmedo suelo –imagen sensual y pervertida de cualquier preadolescente– mira fijamente el arma y murmura un débil: No. Otro disparo, que destroza su rostro, salpica de rojo el agua y deja dos cuerpos en una caldo de sin vergüenza.

El revolver regresa a su guarida y ella toma las llaves de su coche lujoso y sale de la casa. Horrorizada ve como un rastro de sangre ha sido dibujado por su hijo, que ahora entierra al sabueso junto a los rosales marchitos.

No hay comentarios: