18.10.11

Aire

Las ventanas temblaban. Temerosas. Remolinos de polvo. Los sueños se juntaban en un torbellino de sueños recién robados a los somnolientos. Las ideas, los anhelos y los deseos, secuestrados por las ráfagas fuertes de una sola corriente.

Y mientras tanto, las ventanas y las puertas seguían en un continuo orquestar de golpeteos y alaridos de picaportes. Los gatos ocultos entre los arbustos, bañados en tierra, tierra ajena a su jardín; ellos se visualizaban danzando entre los remolinos, ascendiendo hacia la luna, a su hogar antiguo, aun visible en las cielos matutinos.

Los peinados mas extravagantes en las cabelleras de las damas, sus horas de belleza perdidas ante los suspiros de las nubes, con todos su aromas claudicando ante la fuerza de las turbinas automáticas del mundo moderno.

Pero al cielo azul, claro, sin malla, desnudo, falsificaba los entornos de las sierras y las montañas, cortaba como filo enfermo la ciudad desvelada y fresca. Y las balas temieron, por fin ante una fuerza superior a la suya.

16.10.11

En octubre

Aquí el sol se pone

a las siete y media en octubre.

En octubre está el taller

de reparación traumatológica

especializado en soldar

los huesos del espíritu

que nos rompimos

en el verano.


Javier Corcobado. Cartas a una revista pornográfica viuda.

29.9.11

Epidemia

En la noticias dicen que hay una epidemia, que todos moriremos, que consigamos comida en lata, pilas y una radio será lo mejor. Serenarse y esperar. Mañana moriremos todos. La voz de las noticias muere. La epidemia avanza más rápido de lo esperado. Es mejor adelantarse al doloroso desenlace. Un hombre se quita la vida, su sombra aun se mueve por el pasar de las horas, la cuerda que lo sostiene lo une a nosotros aún. Una pareja envenena a sus hijos, no son lo demasiado fuertes, ellos sufren lo que sus hijos no. Los muertos aumentan, desolación, cadáveres, destrozos y basura en las calles, el nuevo paisaje del sexenio. En lo que va de la epidemia, han muerto mas personas que en las guerras del hombre. De pronto un boletín presidencial suena en las radios, heridas de muerte, hambrientas de baterías; la voz aunque entrecortada, es segura y calurosa: la epidemia ha sido erradicada. Los muertos se alinean en los hospitales, el gobierno desea contabilizar las bajas de su población, números, estadísticas. Una triste mirada desencaja en el ministro de salud. El pánico hizo presa al hombre, la mayor parte de los fallecidos no tiene rastros del virus fatal. Como hojas en otoño, miles de cuerpos bajo los puentes de la ciudad, miles de sogas en los cuellos de la humanidad.

27.9.11

Azucena y el espejo

El espejo le mentía. Se decía sin parar. Sus ojos miel recorrían cada pliegue, cada línea y cada poro de su rostro, infestado de diminutos puntos acaramelados salpicados, indefensos, atentos. El espejo le mentía, repetía en susurros con labios finos, rosas, suaves, lisos, cautelosos; el espejo le mentía, el espejo le mentía. Desnuda se veía, su ropa oscura era mas clara que nunca, no había tal, perdió sus ropas, sola y rodeada del vacío, seguía mirándose al espejo que silencioso y astuto, le mentía.

Su identificación clamaba que su nombre era Azucena, su apellido borroso, la había apartado de un hogar. Tirada en su habitación, la identificación no le mentía, únicamente el espejo no le decía la verdad. La foto en esta, aunque de algunos años atrás parecía acusarla de los excesos, esta no le jugaba mal, es mas, la elogiaba. Con su manos tibias, tomó la identificación, la guardó en su bolso café y viejo, se sonrió para sí misma, se sentó en su mesa – que alguna vez fuera testigo de largas noches de desvelo – y comenzó a escribir unas líneas en hojas amarillas que rezaban: hoy me he visto y no era yo. El reflejo de esa persona me aturdía, doblaba mi conciencia y cortaba mi respiración. Una extraña en mi casa. Deseo matarla, ahorcarla, apuñalarla; pero me es imposible. La he visto en sueños y en divertidos parpadeos, aunque me domine su sonrisa lineal, siento muy en mi el deseo de matar.

La luz de su habitación se perdió, y así en todo el bloque de departamentos. Caminó, sintiendo cada pared, cada marco de puerta, evitando un tropiezo hasta llegar frente a su espejo. Alzo su mano, sus dedos se alcanzaron a multiplicar al momento que la sensación de sangre colmaba su yemas. El espejo quebró. Después se quebró tres veces más. La luz volvió, dejando solo una imagen en su cuerpo plata. Azucena veía su cuarto de baño invertido y su novio nunca vería las cuarteadoras en el espejo. Azucena viviría ya dentro del mentiroso.

18.9.11

Eva



 
Él la perseguía a través de la biblioteca entre mesas, sillas y facistoles. Ella se escapaba hablando de los derechos de la mujer, infinitamente violados. Cinco mil años absurdos los separaban. Durante cinco mil años ella había sido inexorablemente vejada, postergada, reducida a la esclavitud. Él trataba de justificarse por medio de una rápida y fragmentaria alabanza personal, dicha con frases entrecortadas y trémulos ademanes.
 
En vano buscaba él los textos que podían dar apoyo a sus teorías. La biblioteca, especializada en literatura española de los siglos XVI y XVII, era un dilatado arsenal enemigo, que glosaba el concepto del honor y algunas atrocidades por el estilo.
 
El joven citaba infatigablemente a J. J. Bachofen, el sabio que todas las mujeres debían leer, porque les ha devuelto la grandeza de su papel en la prehistoria. Si sus libros hubieran estado a mano, él habría puesto a la muchacha ante el cuadro de aquella civilización oscura, regida por la mujer cuando la tierra tenía en todas partes una recóndita humedad de entraña y el hombre trataba de alzarse de ella en palafitos.
 
Pero a la muchacha todas estas cosas la dejaban fría. Aquel período matriarcal, por desgracia no histórico y apenas comprobable, parecía aumentar su resentimiento. Se escapaba siempre de anaquel en anaquel, subía a veces a las escalerillas y abrumaba al joven bajo una lluvia de denuestos.
 
Afortunadamente, en la derrota, algo acudió en auxilio del joven. Se acordó de pronto de Heinz Wölpe. Su voz adquirió citando a este autor un nuevo y poderoso acento.
«En el principio sólo había un sexo, evidentemente femenino, que se reproducía automáticamente.
 
Un ser mediocre comenzó a surgir en forma esporádica, llevando una vida precaria y estéril frente a la maternidad formidable. Sin embargo, poco a poco fue apropiándose ciertos órganos esenciales. Hubo un momento en que se hizo imprescindible. La mujer se dio cuenta, demasiado tarde, de que le faltaba ya la mitad de sus elementos y tuvo necesidad de buscarlos en el hombre, que fue hombre en virtud de esa separación progresista y de ese regreso accidental a su punto de origen.»
 
La tesis de Wölpe sedujo a la muchacha. Miró al joven con ternura. «El hombre es un hijo que se ha portado mal con su madre a través de toda la historia», dijo casi con lágrimas en los ojos.
 
Lo perdonó a él, perdonando a todos los hombres. Su mirada perdió resplandores, bajó los ojos como una madona. Su boca, endurecida antes por el desprecio, se hizo blanda y dulce como un fruto. Él sentía brotar de sus manos y de sus labios caricias mitológicas. Se acercó a Eva temblando y Eva no huyó.
 
Y allí en la biblioteca, en aquel escenario complicado y negativo, al pie de los volúmenes de conceptuosa literatura, se inició el episodio milenario, a semejanza de la vida en los palafitos.
 
Juan José Arreola
Gracias a Elvia A. Del Toro

14.9.11

Rabia

Rabia. Un perro incoloro mira al niño que juega a ser grande sobre su triciclo oxidado de grasa barata.

Rabia. Una mujer engañada mira las sabanas de su cama matrimonial, impregnadas con olor a traición de una puta desagradecida, antigua empleada de confianza.

Baba espumosa escurre por el hocico puro de virus, tan virgen de salud.

El brillo del revolver deslumbra a una araña quieta y expectante. Incluso la palomilla en la telaraña respira y ve que ella no es la presa ahora.

El niño hace sonar la campanilla del triciclo, el can sufre un orgasmo y se encamina suavemente al infante. Aun estremecido, mueve su cola y deja salir un sonido bajo y atenuado por la abundante baba.

El agua corre hacia la coladera. El cuarto de baño, estilo minimalista es testigo de un enésimo coito forzado, carnal, desastroso y carente de tacto. Los genitales rosados, pero el deseo intacto. El aromatizante que alguna vez compraron juntos, ahora escucha los roces de otra mujer.

Ladrido. Ojos abiertos. Colmillos. Zapatos azules. Furia en la carrera.

Siluetas en el cancel del baño. Vapor de agua y el secreto a voces. Cuatro de seis cámaras están ocupadas y la boca del revolver saborea hasta el ultimo instante de silencio en su interior.

Los zapatitos con agujetas desabrochadas aun en los pedales. Un alarido agudo envuelve la calle. El sol de primavera solo libera las sombras que no sienten y describen la escena. El triciclo cae de lado y un brazo es colmado de mordidas y jalones. La rabia corre por la sangre.

El revolver se levanta, ella con su mano libre y un suave movimiento abre una de las puertas del cancel. Penetración húmeda bajo el chorro de agua, una neblina decora el acto. Ellos sin percatarse, sin siquiera perder el deseo, sin dejar de disfrutar, fundiéndose en un brusco movimiento de sus caderas, llegan a un clímax, el punto antecesor a un orgasmo que nunca llegará.

La sombra del triciclo es todo menos eso. La campanilla yace doblada y herida a un lado del pequeño. El can ha cesado de morder y se recuesta; el brazo sigue en su hocico. Trescientos cuarenta y seis tirones son suficientes para llegar a su cometido inyectado artificialmente.

Él alza su cabeza, con los ojos cerrados, su ímpetu le dice que ya es momento de. Un dedo adornado con un bello anillo y una uña color carmín presiona suave, pero firme el gatillo plateado. La rabia corre por la sangre. Dos detonaciones anulan su eyaculación y lo hacen caer, apenas irreconocible sobre el mosaico importado. La otra a su vez, cae, ya que el irreconocible la sostenía de sus muslos y su culo besa también el mosaico. El revolver viaja de derecha a izquierda y ahora apunta a una mujer, que sentada en el fino y húmedo suelo –imagen sensual y pervertida de cualquier preadolescente– mira fijamente el arma y murmura un débil: No. Otro disparo, que destroza su rostro, salpica de rojo el agua y deja dos cuerpos en una caldo de sin vergüenza.

El revolver regresa a su guarida y ella toma las llaves de su coche lujoso y sale de la casa. Horrorizada ve como un rastro de sangre ha sido dibujado por su hijo, que ahora entierra al sabueso junto a los rosales marchitos.

7.9.11

Hoy he escrito un poema de amor

Hoy he escrito un poema de amor

Hablaba de tu piel y de tus manos

De tus caricias en tarde de verano

De risas y brisas de invierno

En una calle de frio pavimento

Y demás de tus bellos contoneos


Lo quemé

Cavé un hoyo en la jardinera y deposité las cenizas

Gladis me regaló una semilla de jazmín

Y la planté sobre las letras de papel de ayer


Hoy he escrito un poema de amor

Hablaba de los ciclos infinitos y de los nuevos delirios

Hoy he escrito un poema de amor

Un poema de amor