14.2.11

Felicia (Versión Final)

El frio laceraba las mejillas de Felicia, diminutos copos de nieve le daban un estilo diferente y atrevido a su abrigo negro recién comprado. Con las manos en los bolsillos, caminaba sobre la vieja carretera, por la línea amarrilla del acotamiento deseaba llegar a ningún lugar, ella solo quería abandonar la casa verde de interés social.

El humo que despedía la casa coronaba la caminata de Felicia, y según ella creía ver, el humo la seguía, acusándola de un crimen que no cometió, una farsa que sería plantada en sus actos. Y es que la casa ardía en llamas tan grandes para un hogar tan pequeño, los demonios dentro de ella se regocijaban en el fuego que parecía nunca claudicar ante el viento. Incluso, algunas personas se acercaban para bañarse en calor, el invierno les había jugado mal, la electricidad fue cortada y no había forma para esas personas de generarse calefacción.

  • ¿Me amas? – Preguntaba Felicia, sosteniendo una taza de té de hierbabuena en sus manos, sentada en el lado más sucio de la mesa.
  • ¿Porque? – Respondió aquel hombre tumbado en el sillón como un desempleado burocrático. Felicia enfureció. Detestaba las preguntas como respuestas, miró su taza y lanzó otra cuestión.
  • ¿Me dejaste de amar?

La indiferencia del hombre dejó sin aliento a Felicia, el enmudecimiento de Jael solo podía significar dos cosas: el maldito duende enfermo del engaño, o la mera y barata degradación del amor. Sin embargo, ella esperaba oír este silencio para decidirse a dejar atrás su asquerosa miseria, por lo que terminó su té, lavó la taza, empacó la poca ropa y baratijas que aún le quedaban en esa casa y salió sin siquiera decir una palabra, le pagaron con silencio y daba cambio con la misma moneda.

Ya afuera, no sabía dónde ir, sus pinturas no le pagaban la renta y las noches como violinista en un restaurante semi-fino le desgastaban el entusiasmo y el bolsillo. Así que, sin rumbo fijo, Ana Felicia, como la llamaba su madre, limpió su mente y coció la herida ahí en medio de la sucia y helada calle. El aire frio entumeció sus nervios y congeló la sangre, mejor situación no podía encontrar para una sutura con precisión quirúrgica como la que se había hecho.

Aunque el anestésico natural del invierno y el repentino borrado que su mente se había auto realizado le daban el paso para una nueva vida, Felicia aun recordaba el primer día, sentados ante el suicidio del sol en una tarde de verano añejo. Con 50 monedas en el bolsillo, una vida de sueños y alegrías había pasado por sus ojos ansiosos de felicidad, mientras la agonizante tarde daba paso a las alimañas nocturnas para acechar la dulce miel de los enamorados.

Jael entrelazando sus dedos con los de Felicia, los llevó a su linda cara, salpicada de la dorada sangre luminosa del astro, y rozando sus labios con las puntas de sus dedos, la besó con furia, sin crueldad, sumiendo sus anhelos en sus bocas, robándole al tiempo un suspiro fatal. Sin perversión, se miraron a los ojos, después del beso puro y supieron cual era el futuro de aquello que con palabras los hombres llaman amor. Tal vez, ella sabía que el resplandor del sol le anunciaba la cruda conclusión que tendría esa relación, y es que las llamas pintaban el rubor de sus mejillas en este atardecer de invierno.

Ahora, mientras las sirenas inundan la noche y el antojo de un cigarrillo humedece su garganta, Felicia busca en su bolso el encendedor que su abuela le diera en su cumpleaños… sin éxito.

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